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Muchas personas se oponen al gobierno no democrático, pero los anarquistas difieren de ellas porque también se oponen al gobierno democrático. Algunas personas se oponen también al gobierno democrático, pero los anarquistas difieren de ellas no porque teman u odien el dominio del pueblo, sino porque creen que la democracia no es el dominio del pueblo –que la democracia es, de hecho, una contradicción lógica, una imposibilidad física–. La auténtica democracia sólo es posible en una pequeña comunidad donde cada uno pueda participar en cada decisión; y entonces no es necesaria. Lo que se llama democracia y se supone que es el gobierno del pueblo por sí mismo es, de hecho, el gobierno del pueblo por gobernantes elegidos, y será mejor llamarla “oligarquía consensual”.
El gobierno en manos de personas a las que hemos elegido difiere del que ejercen quienes se eligieron a sí mismos, y en general mejor que este último, pero es, con todo, un gobierno que algunas personas ejercen sobre otras. Aun el gobierno más democrático depende, no obstante, de que alguien haga hacer a otros determinadas cosas o les impida hacerlas. Aunque nos gobiernen nuestros representantes somos aún gobernados, y tan pronto comienzan a gobernarnos contra nuestra voluntad cesan de ser nuestros representantes. La mayoría de las personas están actualmente de acuerdo en que no tenemos ninguna obligación ante un gobierno en el cual no se nos conceda ninguna voz; los anarquistas van más lejos e insisten en que no tenemos ninguna obligación ante un gobierno que hayamos elegido. Podemos obedecerlo porque estamos de acuerdo con él o porque somos demasiados débiles para desobedecerlo, pero no tenemos ninguna obligación de obediencia cuando disentimos de él y somos bastante fuertes como para no obedecer. La mayoría de las personas coinciden actualmente en que quienes están implicados en cualquier cambio deberían ser consultados acerca de él antes de que se tomen decisiones; los anarquistas van más lejos e insisten en que esas personas mismas deberían tomar la decisión y proceder a llevarla a cabo.
Así, los anarquistas rechazan la idea de un contrato social y la idea de representación. En la práctica, sin duda, la mayoría de las cosas las harán siempre unas pocas personas –aquellas que estén interesadas en un problema y sean capaces de resolverlo–, pero no hay ninguna necesidad de que se las seleccione o elija. Surgirán siempre de cualquier manera, y es mejor para ellas que esto ocurra en forma natural. La cuestión reside en que los líderes y los expertos no tienen que ser gobernantes, en que el liderazgo y la pericia no se vinculen necesariamente con la autoridad. Y cuando es con-veniente la representación, no debe ser sino eso; el único representante verdadero es el delegado o diputado que tiene mandato de quienes se lo confieren y está sujeto a revocación inmediata de su designación por parte de éstos. En ciertos aspectos, el gobernante que pretende ser un representante es peor que aquel que es obviamente un usurpador, porque resulta más difícil luchar contra la autoridad cuando esta está revestida por finas palabras y argumentos abstractos. El hecho de que seamos capaces de votar por nuestros gobernantes una vez cada varios años no significa que tengamos que obedecerlos por el resto del tiempo. Si lo hacemos será por razones prácticas, no sobre fundamentos morales. Los anarquistas están contra el gobierno, como quiera que se le constituya.
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El siguiente texto es un extracto del libro «Sobre el anarquismo, ¿Qué creen las y los anarquistas? ¿En qué difieren? ¿Qué quieren? ¿Qué hacen?» de Nicolas Walter(1934-2000). El cual «se autodefinía periodista y conferencista, y se enorgullecía del hecho que la misma expresión describiese a sus dos abuelos: Karl Walter, que fue relator de la International Anarchist Congress, de 1907; y el propagandista radical S. K. Ratchife. Nicolas Walter estudió ruso en la República Federal de Alemania e historia en Oxford y, después de un período como profesor, trabajó en edición y periodismo (incluyendo seis años como subeditor del Times Literary Supplement). Editó The New Humanist, y lo dirigió de 1975 a 1999, hasta que se jubiló. Fue articulador de grupos importantes como British Humanist Association, National Secular Society y South Place Ethical Society. Cuando tuvo la oportunidad de hablar en las radios, los domingos por la mañana, sus discursos humanistas fueron reconocidos por su cordialidad y sentido común» (Prologo de Colin Ward, marzo del 2000, en la Editorial Eleuterio)