Expansión del Covid-19 en Chile y la risa del poder

NOTA: Este texto lo encontramos en Facebook a un compañero anónimo por ende no tenía titulo. El titulo es nuestro. Esperamos que nuestrxs lectorxs estén bien estaremos publicando más textos periódicamente.

 

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Justo unos segundos antes de que el tipo soltara la alegre carcajada que se ve en la foto, había dicho que, según las estimaciones del ministerio de salud, para el domingo 12 de abril la cantidad de contagiados por Covid-19 en Chile igualaría a los 80 mil casos registrados en China. Es decir, que en cinco semanas alcanzaríamos la misma cantidad de infectados que se acumularon a lo largo de cuatro meses en el epicentro de la pandemia mundial. No hay que sorprenderse de que se lo tomara con tan buen humor: también había dejado claro, en un diálogo muy chispeante con la co-animadora del matinal, que «estas cifras no deberían alarmar a nadie» porque están «dentro de lo esperable».

Pocas horas después de esa divertida escena, el ministro de salud entregó a la ciudadanía la buena noticia de que 5 de los 342 contagiados actuales «ya están recuperados». No dijo que al ser esta infección completamente nueva para la especie humana, no sabemos nada sobre sus pautas de inmunización, re-contagio o mutabilidad viral. Tampoco mencionó que 6 o 7 de los 342 infectados actuales probablemente morirán en los próximos días, si la pandemia se comporta en Chile como en el resto del mundo. Los animadores del matinal tampoco hablaron de eso: no dijeron que si el 12 de abril tenemos la misma cantidad de contagiados que hoy tiene China, es muy probable que tengamos también una tasa de letalidad similar, o quizás más alta si tomamos en cuenta que nuestro sistema de salud es considerablemente inferior al de ese país; lo cual significa que al 12 de abril tendremos unos 3 mil muertos garantizados.

 

Por supuesto, entre cada chiste que alternaban con momentos de fingida solemnidad profesional, estos bufones tampoco dijeron una sola palabra sobre cómo se evitará que tres días después de ese hito tan «normal y esperable», tengamos 160 mil infectados y 6 mil muertos seguros, el doble tres días después, y así sucesivamente. Cuando en ese mismo programa le preguntaron al señor ministro, a «Jaime», por qué no se ha decretado una cuarentena total como en otros países, éste respondió que no es necesario porque basta con aislar a los enfermos ya detectados, y además las consecuencias económicas de una cuarentena total serían aún peores, etc. Lo cierto es que ni él, ni nadie actualmente, sabe cuántos contagiados sin detectar existen por cada enfermo confirmado; aunque sí admite que los pacientes ya diagnosticados andan paseando tranquilamente por ahí sin que nadie pueda convencerlos de aislarse del resto.

Vean las cifras en la pizarra, vean la cara del tipo, jubiloso por la pachorra de llamar por su nombre de pila al ministro, que se hacía el ducho. En manos de estos Ubus grotescos hemos puesto la vida de nuestros hermanos, de nuestras madres, de nuestros hijos.

«Cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo», escribió Hannah Arendt tras conocer personalmente al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann. Un hombre no muy inteligente que hablaba con frases hechas, al que preocupaba hacer bien su trabajo y ser reconocido por ello. Sólo la excesiva disposición a la risa fácil distingue a nuestros ministros y animadores televisivos del funcionario alemán. Pero incluso esa propensión a hacer un chiste insípido cada dos minutos y medio con tal de aliviar con una risotada la insoportable tensión de cada instante, confirma que se trata ante todo de buenos ciudadanos celosos del cumplimiento de su papel. Posiblemente jamás se van a enterar de que tomaron parte activa en la perpetración de unos crímenes considerables, tal como no lo sabrán tampoco sus víctimas. Las muertes evitables que nos depara el futuro inmediato se deberán, tal como lo subrayó Arendt refiriéndose a Eichmann y sus secuaces, «únicamente a la pura y simple irreflexión».

Esta banalidad del mal, que «no era estupidez sino una auténtica incapacidad para pensar», no tiene nada de extraordinario, es sólo un efecto colateral del hábito que constituye la actividad normal, rutinaria, de millones de personas absorbidas diariamente en planificar, organizar y alentar creativamente la producción de valor que haga posible producir más valor, y más, y más. Este empeño multitudinario en «salir adelante» a como de lugar, ojalá con buena cara y haciendo chistes, es lo que hace de estos ministros, de estos animadores televisivos y de sus espectadores resignados, los artífices «terroríficamente normales” de una masacre por la que transistarán con la misma indolencia que les lleva de su casa al trabajo todos los días. Por lo demás, la masacre no será, a fin de cuentas, más que la continuación por otros medios del ultraje al que ya nos habíamos acostumbrado, desde que alimentar la maquinaria empresarial y estatal ofreciéndole nuestra vida a cambio de dinero empezó a parecernos algo normal e inevitable.

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